2 de marzo de 2014

Psiquiatría y modernidad

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No cabe ninguna duda de que la psiquiatría es un subproducto de la modernidad, del mismo modo que la máquina de vapor o la producción industrial. La psiquiatría responde a una concepción del mundo que comenzó en la Ilustración y que se extendió a lo largo de doscientos años a lo largo y ancho de todo el mundo imponiendo un modelo médico para la comprensión de la locura, el delito, la violencia y la conducta incomprensible. La psiquiatría en este sentido es un producto cultural que va ligado a una forma de pensar la disidencia o como se decía antes de aparecer el concepto de enfermedad mental, la alienación.
Una manera de pensar que podríamos llamar “naturalización” para entendernos. Se trata de que la psiquiatría aparece en un momento histórico donde la religión y la naturaleza, Dios y la biologia, el alma y el cerebro rompieron por fin amarras y los médicos comenzaron a explicarse la locura en términos de “causalidad natural”. Dicho de otro modo: la locura no se debería a un castigo divino por los vicios, las pasiones o las deudas emocionales de una determinada estirpe o los pecados de un padre o un abuelo borracho sino a ciertas causas naturales que los médicos de entonces llamaron a falta de otra idea mejor, constitucionales.
No cabe duda de que este tipo de pensamiento laico que separó alma y cuerpo ha dado muchos beneficios a la medicina. Me refiero a la medicina del cuerpo, sin embargo es obvio que este tipo de pensamiento no ha traído de vuelta para la psiquiatría ningún “hallazgo con hueso”. La psiquiatría sigue siendo una disciplina con una base epistemológica débil.
Tan débil que de no haber sido por Freud y el psicoanálisis (y sus desarrollos posteriores) hoy lo que conocemos como Psiquiatría seria un aledaño de la neurología: el cerebro-centrismo, heredero de la naturalización de los fenómenos psicológicos y sociales arrolló con tanta fuerza nuestra especialidad que hoy es casi imposible encontrar a un psiquiatra que no utilice los psicofármacos para cualquier cosa interpretando que un trastorno mental es siempre un trastorno del funcionamiento del cerebro.
La modernidad ha traído sobre todo en el mundo actual, donde todo se halla medicalizado y/o psicologizado nuevas contradicciones que proceden precisamente del hecho de aquella laicización. En realidad son muchas personas las que se agolpan alrededor de las creencias científicas con un hábito de fe. La población general cree en la medicina y cree en los médicos, pero la psiquiatría no ha podido o sabido defenderse de ese fenómeno de orfandad en que quedó la población después de que las religiones perdieran prestigio y relevancia como administradoras de lo humano.
La gente de hoy, al menos en nuestro entorno peregrina al médico con más frecuencia que a las Iglesias e incluso a las bibliotecas. El TAC ha sustituido al confesionario, los Hospitales son las grandes catedrales de nuestro tiempo y nuestros clientes o pacientes nos plantean con frecuencia el dilema de si estamos viendo una patología mental o las consecuencias de algún desajuste social.
Los malestares del hombre, todos, pueden hoy clasificarse como patología mental, una critica que con razón se ha hecho a los sucesivos DSMs. Dicho de una manera más clara: descontando los casos extremos, separar la patología de la desdicha es para nosotros los psiquiatras una tarea diaria.
El resultado ha sido que los psiquiatras hemos quedado como únicos y legítimos mediadores entre el hombre -incluyendo a los propios médicos- y lo desconocido. Sin saberlo y sin vocación para ello, hemos asumido esa tarea carismática legitimando todos los malestares y rotulándolos a través de etiquetas clínicas que terminan por ser consumidas en masa por la población más vapuleada por las adversidades y menos “trabajada” psicológicamente (con menos recursos emocionales) para lidiar con el malestar.
El resultado es que hemos generado una serpiente que se muerde y devora su propia cola: los malestares sociales devienen trastornos psiquiátricos y reciben tratamiento psiquiátrico sin que el malestar haya sido ni siquiera verbalizado.
Es algo que tiene su lógica puesto que es el propio enfermo el que quiere mantener su malestar oculto para sí mismo y los otros. Y para ello necesita una legitimación, alguien que le de permiso y le susurre: “Usted lo que tiene es una depresión (o cualquier otra cosa)”. Entonces todo sin vivir ha quedado legitimado y transformado en una enfermedad. Pertenece a una lógica distinta que desde el punto de vista del paciente es ésta: no soy responsable.
Una viñeta de la histeria.-
La historia de la psiquiatría es la historia de la rotulación del malestar y todo comenzó en la Francia Ilustrada del XIX. Los alienistas franceses inventaron el término “enfermedad mental” y comenzaron a elaborar su catálogo de malestares medicalizados. Vale la pena recordar la historia de la histeria que es paradigmática para nuestra profesión.
Las histéricas asiladas en la Salpètriere eran básicamente huérfanas, mujeres abandonadas, maltratadas, abusadas y con historias espeluznantes que estaban ingresadas por la beneficiencia publica y por presentar síntomas que fueron catalogados por aquellos médicos como histéricos, es decir síntomas simulados que intentan parecer- se a una enfermedad somática. En aquella época estaba de moda la convulsión histérica, las pacientes perdían la conciencia y convulsionaban imitando burdamente un ataque epiléptico. Babinsky descubrió precisamente alíi que había una manera de detectar a la epilépticas verdaderas de las falsas, fue así como ideó el signo de Babinsky que aun hoy los médicos utilizamos para el diagnóstico diferencial de ciertas enfermedades.
Lo que es importante señalar es que los médicos que atendían a aquellas mujeres estaban más interesados en rotular su enfermedad y en conocer sus signos más prevalentes que en escuchar los relatos atormentados de aquellas mujeres. Era lógico, al fin y al cabo se mantenía -como hoy- la idea materialista de que la patología es la patología y la narrativa carece de interés para el médico objetivo.
De ahí, la revolución que implementó Freud cuando empezó a escuchar a sus pacientes más allá de su relato, de no haber sido por él todavía creeríamos que la histeria es una enfermedad neurológica. Los psiquiatras de hoy en día ya no creen en la histeria y simplemente la han barrido de los consensos. pero la histeria se resiste a desaparecer y simplemente ha cambiado de forma.
Ahora se llaman de otra manera pero siguen siendo histerias, pues la condición histérica es esta: “atiende mi síntoma pero no cuestiones mi subjetividad”.
La ocultación de las razones del malestar es la causa principal de que existan histerias y todas sus variantes nosográficas y aunque las razones -para que ese malestar se oculte- han cambiado, la esencia sigue siendo la misma.
Eso no quiere decir que las asiladas en la Salpetrière no tuvieran motivos para quejarse. Al contrario, habían sido víctimas repetidas de múltiples atropellos y calamidades. Pero cayeron en la trampa y se pasaron al campo de la medicina positivista (naturalista), como verdaderas fans del pensamiento ilustrado. De victimas sociales pasaron a enfermas mentales.
Hoy a este tipo de personas en España las sometemos al tercer grado médico y las exploramos con TACs, Resonancias magnéticas, analíticas de toda clase y ellas dócilmente siguen las indicaciones de sus médicos con una obediencia cadavérica. Al final hasta puede que consigan alguna pensión de invalidez o quizá presidan una asociación.
Todo está pensado para que la verdad no aflore, este es el legado que la Modernidad ha dejado para la Psiquiatría.
Mientras tanto el psicoanálisis es declarado como una pseudociencia.
Pero en el transcurso hemos aprendido algunas cosas:
  1. Que la cultura puede generar malestares y enfermedades, del mismo modo que en otro nivel sucede en la naturaleza.
  2. Que las enfermedades mentales no son entidades naturales (discretas) sino que más bien configuran una sopa de síntomas discontinuos que solapan unas categorías con otras.
  3. Que es muy complicado trazar una linea divisoria entre lo patológico, lo adaptativo y lo normal y que esta dificultad procede de sesgos culturales.
  4. Que no es necesario ser portador de una tara genética para desarrollar ciertas patologías.
  5. Que las patologías mentales se mimetizan y se legitiman usualmente desde el poder médico o las preferencias sociales o politicas. Los propios pacientes tambien operan modelando sus propios sintomas y ofreciendo -cada vez más- nuevos dilemas a los médicos.
  6. Que los sintomas psiquiátricos son patoplásticos es decir cambian con la cultura y las creencias donde aparecen.
  7. Que todo malestar puede ser medicalizado y/o psicologizado.
Una herencia envenenada.

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