ISAAC NEWTON, Óptica.
Bien es sabido
que el trabajo científico se caracteriza por un meticuloso proceso formal,
denominado método científico, en el que se establece con antelación, y de forma
explícita, lo que se desea estudiar, así como los resultados que se esperan
obtener. Sin embargo, no son pocos los descubrimientos científicos que, a lo
largo de la historia, han surgido de manera fortuita o inesperada. En efecto, si
hacemos un análisis histórico del desarrollo científico, observamos que su
evolución ha estado -y, por supuesto, sigue estándolo- cargado de connotaciones
subjetivas (circunstancias sociales de cada época, situación anímica y
psicológica de los científicos, el azar, etc.), que han influido de manera
decisiva en su construcción.
Un buen ejemplo
lo constituye el descubrimiento de la radiactividad. En 1896, el físico francés
Henry Becquerel observó que una placa fotográfica envuelta en un papel negro,
que guardaba en un cajón junto a un frasco que contenía sales de uranio, se
había ennegrecido como si hubiese sido impresionada. Descubrió así, de forma
casual -y sin propósito alguno-, que los núcleos de los átomos de ciertos
elementos son capaces de emitir, espontáneamente, radiaciones que provocan su
transformación en átomos de otros elementos. Aún cuando Becquerel había
realizado otras múltiples investigaciones, a las que dedicó gran parte de su
vida y entre las que destacan sus trabajos sobre la fosforescencia (1882), el
espectro infrarrojo (1883) y la absorción de luz por cristales (1886), fue el
descubrimiento de la radiactividad lo que le hizo un físico célebre.
Algo similar le
ocurriría al físico danés H. C. Oersted, allá por el año 1802, cuando descubrió
la conexión entre la Electricidad y el Magnetismo. Durante mucho tiempo se
consideró el magnetismo como una propiedad especial y exclusiva del acero y del
hierro, puesto que no se conocían otras sustancias que fuesen atraídas por los
imanes o que pudiesen quedar magnetizadas permanentemente. Fue mientras impartía
una conferencia en Copenhague sobre la conversión de electricidad en calor,
cuando Oersted, al situar accidentalmente una brújula cerca del hilo conductor
de electricidad, observó que al conectar el interruptor para que circulase la
corriente eléctrica, la aguja de la brújula cambiaba de dirección. Experimentos
posteriores constataron que, efectivamente, las cargas eléctricas en movimiento
producen efectos magnéticos. Oersted pasaría a la historia por este célebre
descubrimiento con el que se topó de manera puramente casual.
Fruto de la
casualidad fue también uno de los grandes hitos de la historia de la medicina:
el descubrimiento de la penicilina. En septiembre de 1928, mientras trabajaba en
el Mary’s Hospital de Paddington de Londres, el bacteriólogo escocés Alexander
Fleming descubrió, de manera casual, que las secreciones del hongo Penicilium
notatum destruían las colonias de estafilococos, las bacterias responsables de
las infecciones en las heridas. Fleming, sin embargo, no emplearía la palabra
penicilina hasta el 7 de marzo de 1929 y el resultado de sus investigaciones no
se publicaría hasta el 10 de mayo de ese mismo año. Se trató, pues, de otro gran
descubrimiento, que se cruzó en el camino de este científico cuando sus
investigaciones se encauzaban por otros derroteros.
En el campo de
la Astrofísica, la casualidad también ha jugado un papel importante. Sin duda,
uno de los grandes problemas científicos aún por resolver es el del origen del
Universo, siendo, hoy por hoy, la teoría del Big Bang (Gran explosión)
-establecida, en la primera mitad del siglo XX, por el físico y sacerdote belga
Georges Lamaître- la que se mantiene con mayor firmeza.
Con el
propósito de demostrar experimentalmente la teoría del Big Bang, a finales de la
década de los 40 del pasado siglo, algunos científicos como G. Gamow, entre
otros, sostenían que si realmente hubo una gran explosión inicial, con una
inmensa liberación de energía, los restos de esa energía deben estar aún
esparcidos por el Universo como una débil radiación térmica; la cual fue llamada
radiación cósmica de fondo. Dicha radiación, aunque estaba siendo buscada por un
equipo de astrofísicos de la Universidad de Princeton, fue descubierta por pura
casualidad.
En 1964, R.
Wilson y A. Penzias, dos radioastrónomos de los Laboratorios Bell, se
encontraban calibrando antenas para comunicaciones en el rango de las microondas
cuando detectaron una extraña señal, que creyeron era un ruido producido por
algún tipo de interferencia. Su ignorancia inicial sobre el descubrimiento de la
radiación cósmica de fondo fue tal que emplearon grandes esfuerzos por eliminar
esa «señal parásita», que enturbiaba el funcionamiento de las antenas. Pese a
todos sus esfuerzos, no consiguieron que la señal desapareciera y ésta seguía
percibiéndose exactamente igual en cualquiera de las direcciones adonde dirigían
las antenas.
El
descubrimiento de la radiación térmica de fondo -de unos 3 grados Kelvin y
comprendida en el rango de las microondas- les valió el premio Nobel de Física a
Wilson y Penzias. Se afianzaba, así, un poco más la teoría del Big Bang, la cual
no estaba pasando, precisamente, por sus mejores momentos, y se abrían nuevas
perspectivas en las investigaciones sobre el origen del Universo. Si bien, poco
después, la teoría del Big Bang sufriría nuevas objeciones científicas que, por
razones obvias, no vamos a tratar aquí.
Son, todos los
que acabamos de exponer, ejemplos de los numerosos descubrimientos científicos
que, a lo largo de la historia, se han producido de forma casual; lo cual, en
absoluto resta mérito alguno a sus descubridores. Y es que, retomando unas
palabras de Albert Einstein,
«La Ciencia,
como algo existente y completo, es la cosa más objetiva que puede conocer el
hombre. Pero la Ciencia en su construcción, la Ciencia como un fin que debe ser
perseguido, es algo tan subjetivo y condicionado psicológicamente por las
circunstancias de cada situación como cualquier otro aspecto del esfuerzo
humano»
Dicho de otro
modo, el desarrollo de la Ciencia viene condicionado, en multitud de ocasiones,
por ciertos aspectos, llamémosles no científicos -como la casualidad en el caso
que nos ocupa-, que condicionan indefectiblemente el rumbo del saber científico.
El investigador
científico en su trabajo ha de tener algún tipo de «señal», que le instigue a
reflexionar sobre cierto fenómeno o resultado, bien a partir de ciertas
hipótesis preestablecidas -meditadas con antelación por el científico-, donde se
indican los resultados que se esperan obtener; o bien de manera inesperada o
accidental. En cualquiera caso, lo realmente importante en un descubrimiento
científico, más allá de que el fenómeno observado haya sido o no buscado
premeditadamente, es el propio instinto del científico, que le permite
percatarse de éste y, en consecuencia, le hace reflexionar sobre el nuevo
fenómeno observado. Fenómeno que, de otra forma, hubiese pasado inadvertido para
la Humanidad. Pero, además de ese instinto científico que acabamos de señalar,
cabe destacar ciertos dotes más bien propios de artistas, como la imaginación e
inspiración, que se manifiestan en los científicos cuando realizan un
descubrimiento. Un Don, éste, sin duda reservado para los grandes genios, como
así se ha constatado a lo largo de la historia de la Ciencia.
Einstein
afirmaba, en relación con el trabajo científico, que «la imaginación es más
importante que el conocimiento» Y es que, del mismo modo que un pintor o un
poeta, que de repente tiene una iluminación y es capaz de plasmarla en su obra,
los científicos necesitan de cierta inspiración que les permita llegar al
conocimiento profundo de los fenómenos y, consecuentemente, dar engendro al
saber científico. Pero esta similitud es mayor aún. La dimensión artística de la
Ciencia es tal, que no faltan los criterios estéticos en las teorías
científicas. Paul Dirac aseguraba, al respecto, que fue su sentido de la belleza
lo que le permitió descubrir la ecuación del electrón, llegando a afirmar,
incluso, que «es más importante tener belleza en nuestras ecuaciones que hacer
que cuadren con el experimento» En esta misma línea, el premio Nobel de Física
Steven Weinberg advertía que "no aceptaríamos ninguna teoría como teoría final a
no ser que fuera bella".
Ese carácter
artístico y cultural de la Ciencia ya era considerado desde comienzos del
pensamiento griego. No en vano, durante siglos la Física fue considerada como
una parte de la Filosofía (fue denominada «Filosofía Natural»), y, aunque es en
el Renacimiento cuando la Física se constituye como un saber independiente,
sigue teniendo grandes connotaciones filosóficas que coadyuvan a su desarrollo.
Las altas cotas
de conocimiento alcanzadas hasta nuestros días, no hubiesen sido posibles de no
ser por la gran capacidad creativa y de inspiración -además de intelectual, por
supuesto- de los grandes científicos. Así, y de acuerdo con la leyenda, gran
inspiración y creatividad hubieron de apoderarse de Sir Isaac Newton para que el
hecho de caérsele una manzana en la cabeza le indujeran a formular la Ley de
Gravitación Universal; o de Albert Einstein para crear una de las teorías más
importantes de la Física: la Teoría de la Relatividad. Según cuenta la historia,
ya desde muy joven el científico cavilaba sobre el aspecto que debía tener la
luz, al imaginarse montado encima y viajando con ella. Esta inquietud tuvo que
ser, de algún modo, determinante en la creación de la Teoría de la Relatividad
y, ulteriormente, en su Teoría Cuántica del Efecto Fotoeléctrico, galardonada
con el premio Nobel de Física en 1921.
En definitiva,
y para concluir con esta reflexión, podemos adaptar una célebre frase de Ortega
y Gasset (Yo, soy yo
y mis circunstancias), al ámbito científico, y afirmar que la Ciencia no es sólo Ciencia
en el sentido más estricto y objetivo de la palabra, sino que también posee una
parte intrínseca importante, que viene marcada por las circunstancias en que
ésta se produce y desarrolla; entre los que cabe destacar la casualidad y el
grado de inspiración de los científicos.
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