Sin embargo, Schumann pronto se dio cuenta de que el método, lejos de funcionar, le estaba dañando la mano. Veía con asombro y desolación cómo sus dedos se obstinaban en desobededer sus órdenes y se agarrotaban y se contraían al tocar, sin que pudiera hacer nada para remediarlo, por lo que se forzaba aún más a practicar con las poleas. Lo que seguramente Schumann desconocía es que, por más que practicara, las limitaciones del cuerpo humano hacían imposible que sus dedos fueran completamente independientes unos de otros como él deseaba; y es que no existen músculos para cada una de las falanges y, además, entre los tendones hay un elevado número de interconexiones, que unen unas con otras. Por lo tanto, aquel método, lejos de funcionar, le dañó la mano para siempre y le impidió volver a tocar el piano.
Robert Schumann padecía una distonía focal, una enfermedad conocida popularmente como el “cáncer del músico” y que afecta a uno de cada 200 intérpretes, según datos del Instituto de Fisiología y Medicina del Arte-Terrassa. Se trata de un repentino y misterioso transtorno por el que el cerebro incorpora un error en un movimiento automatizado y bloquea la movilidad de una parte del cuerpo; en el caso de los pianistas, de los dedos de la mano. Así, puede que Schumann fuera incapaz de tocar una simple escala de notas ascendente al piano, pero, en cambio, pudiera ejecutarla a la perfección sobre una mesa o pudiera escribir sin problema. Y es que, aunque se desconocen las causas exactas que la provocan, se sabe que está relacionada con el trabajo intensivo e incluso con la obsesión por el instrumento.
Quizás fuera gracias esta enfermedad, que lo obligó a apartarse de su carrera como concertista, por lo que Schumann llegó a convertirse en uno de los compositores más importantes del siglo XIX. Y no es el único caso. La historia de la música está repleta de artistas que sufren problemas de salud derivados de su profesión; de hecho, el 75% se lesionan en alguna ocasión, según datos aportados por la Fundación Ciencia y Arte, y de esos, uno de cada tres deben abandonar su carrera, tal y como les ocurrió a Leon Fleischer y Gary Graffman, dos prestigiosos pianistas norteamericanos que, a mediados de la década de los 80, en las cúspides de sus carreras, se vieron apartados de los escenarios tras diagnosticarles, también, una distonía focal.
“Cuesta encontrar casos de artistas contemporáneos que admitan abiertamente que han tenido alguna lesión” , explica el doctor Jaume Llobet, al frente del Instituto de Fisiología y Medicina del Arte-Terrassa, uno de los escasos centros que existen en todo el mundo en el que diagnostican y tratan a pacientes que proceden de las artes escénicas, como músicos, bailarines o acróbatas. “Existe un tabú muy importante a la hora de asumir la lesión, a diferencia de los deportistas, porque se suele asociar a una mala técnica y, por tanto, la mayoría de intépretes trata de esconderla”, añade. La dolencia más frecuente es el sobreuso muscular. “Un pianista, si tiene que prepararse un concierto, puede pasarse hasta ocho o nueve horas ensayando; sus músculos pierden resistencia, por lo que suele sentirse cansado nada más comenzar a tocar. ¡Pero eso es totalmente normal! Lo mismo le pasaría a cualquier deportista si entrenara el mismo número de horas”, explica la fisioterapeuta Sílvia Fàbregas, también del Institut de Fisiologia i Medicina de l’Art, en Terrassa.
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