El síndrome de Münchhausen consiste en una simulación repetida de enfermedades físicas, usualmente agudas, aparatosas y convincentes, por una persona que vaga de un hospital a otro en busca de tratamiento.
Estos pacientes son capaces de simular muchas enfermedades físicas tales como infarto de miocardio o fiebre de origen desconocido. A veces acaban convirtiéndose en una inacabable responsabilidad para los servicios médicos o quirúrgicos, pero, no obstante, el problema fundamental es el psiquiátrico, mucho más complejo que una simple simulación engañosa de síntomas, y vinculada a graves trastornos emocionales. Los pacientes pueden tener rasgos de personalidad histriónicos, a la vez que son inteligentes y con recursos. Saben como simular una enfermedad con sofisticada habilidad. Se diferencian de los simuladores en que sus mentiras y simulaciones son conscientes, pero las motivaciones para fingir la enfermedad son inconscientes. Son evidentes los sentimientos de culpa.
Habitualmente, existe una historia precoz de abuso emocional y físico. Los pacientes parecen tener problemas de identidad, sentimientos intensos, control inadecuado de los impulsos, sentido de la realidad deficiente, episodios psicóticos breves y relaciones interpersonales inestables. La necesidad de que se les preste atención es pareja a la incapacidad de confiar en figuras de autoridad, a las que manipulan.
En los pacientes de síndrome de Munchausen el tratamiento rara vez es fructífero. Acceder a las manipulaciones del paciente alivia su tensión, pero provoca una escalada, sobrepasando en última estancia lo que los médicos pueden o están dispuestos a hacer. Enfrentarse al paciente o negarse a sus demandas de tratamiento da lugar a reacciones de enfado que le llevan a cambiar de hospital. El paciente acostumbra a rechazar el tratamiento psiquiátrico. Sin embargo el tratamiento suele reducirse al reconocimiento de la enfermedad y a evitar los procedimientos que impliquen riesgo como la medicación excesiva.
Se recomienda confrontar a estos pacientes sin culpabilizaciones ni reproches. El médico debe mantener la condición de enfermedad real, indicando simultáneamente al paciente que si coopera, pueden resolver el problema subyacente. A menudo habrá que implicar a algún miembro de la familia, con quien abordar el problema como una enfermedad, no como un engaño; es decir, no se explica a la familia cuál es el mecanismo preciso de la enfermedad
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