Una reseña de Musicofilia, historias sobre
la música y el cerebro, el último libro
del neurólogo Oliver Sacks
Marcelo Cohen
coincidencias y divergencias
sobre la funcióndel cerebro en la ubicua capacidad
de los humanos para crear melodías
la memoria musical o su deserción completa, la
salud o la quiebra de la comprensión melódica, la súbita
compulsión a asociar acordes con colores u olores,
alucinación incontrolada de sonidos –como cuando Schummann
oía coros de ángeles o Shostakovich ruidos
estrepitosos–, la repetición torturante de melodías
pegadizas (“gusanos auditivos”), la asombrosa musicalidad
de un idiota, la amusia y la arritmia: cada
aptitud y cada insuficiencia están encarnadas en historias;
y así como diversas partes del cerebro cooperan para generar
una capacidad (hasta que alguna deserta), las dispersas historias
que recoge Sacks entran en el mundo, consteladas, con una
propiedad emergente de novela. Sacks es un heredero
reformista del viejo humanismo, vertiente judeo-norteamericana:
científico meticuloso, profesional con vocación, melómano,
entusiasta y moral. Quizá por eso algunas de las historias más
desgraciadas de Musicofilia son las más ejemplares.
Como la de Rachael Y., pianista y compositora
de cuarenta años que, tras un choque, coma profundo y
parálisis de piernas y brazo derecho, pierde la capacidad de
percibir la verticalidadde los sonidos: donde antes había
un cuarteto,para el cerebro de Rachaelhay ahora cuatro
voces separadas, cuatro láseres finos, filosos, que apuntan
en direcciones distintas”. Rachael sufre de disarmonía
no oye acordes,unísonos ni polifonías– y tampoco oye líneas
continuadas; lo que antes erafácil fluidez, ahora es impotencia para
integrar formalmente los diversos elementos de una pieza, a lo
se añade una amusia o falta de imaginario
musical: toda nota que improvise se le va de la mente antes de
poder escri118 coincidencias y divergencias birla, o si escribe
algo “no lo oye”. Rachael acude al doctor Sacks, se trata,
y el doctor contará a los normales cómo la música misma
transforma ese infierno de inconexión en una expectativa de
continuidad. Rachael descubre que tocar el piano la ayuda a
integrar, porque a la intelección se une el tacto y la actividad
motora favorece los dinámicos reordenamientos del
cerebro. Vuelve a mover el brazo derecho. Aprovecha la
intensidad sobrenaturalcon que le llegan sonidos que antes
para incorporarlosa su banda personal: clamores de la calle
o la casa, gruñidos del propio cuerpo o de animales. Por fin
descubre que, si alguien escribe lo que ella improvisa,
puede acceder a una memoria como de computadora.
Así –¡trece después!– vuelve penosamente sobre un
cuarteto que había empezado a componer antes del
accidente, lo “dispersa al viento”, lo desarma y lo
dispone de otra forma, tramándolo con rumores varios
y un zumbido de respirador artificial, reminiscencia de
sus días de coma y casi muerte.
No todas las implicaciones de esta historia son cómodas,
si el lector puede pensarlas es porque, así como el
de Rachael se recompone agregando en música los
“fragmentos incoherentes de un mundo hecho trizas”, Sacks
compone las piezas sueltas del cerebro roto en un relato de la
experiencia. Como Freud cuando universaliza la
neurosis, el doctor Sacks da una vivacidad comprensible
a sus pacientes haciéndolos personajes de
ficción. Pero si lo específicamente narrativo de
relatos de Freud es la relación entre un sistema mental
y ciertos acontecimientos que lo alteran,
los de Sacks no se sirven de la cronología ni los
enigmas intrigantes del tratamiento. Su arte narrativo
es ligero, digresivo, inquieto, lleno de miniaturas
premeditadas y sorprendentes.
En la primera página de Musicofilia, Tony Ciccoria,
un cirujano ortopédico de cuarenta y dos años
“apto y robusto, ex jugador de football”, ha salido
de una fiesta familiar a hablar por teléfono cuando de
golpe le da un rayo en la cabeza. Paro cardíaco. Rehabilitación.
Vuelta al trabajo y semanas sin novedad, hasta que al ex fan
del rock lo ataca un deseo voraz de música
clásica. Compra montones de discos, se agencia
un piano, aprende solo a tocar y en eso empieza a sentirse
inundado por torrentes de melodías que
vienen de no sabe dónde. A los tres meses Ciccoria
compone y ejecuta todo el tiempo. Doce años más tarde
sigue negándose a investigar esa musicofilia
prodigiosa pero Sacks, comparando el caso con
otros de convulsión epiléptica o ataques de lóbulo
temporal que liberan redes neurales reprimidas,
reflexiona que en estos años el cerebro de
Ciccoria debe de haber cambiado. Si los neurólogos
todavía no pueden distinguir el cerebro de un
arquitecto o un escritor, conocen bastante el
de los músicos profesionales: el cuerpo calloso es más
grande, la materia gris está distribuída de otro
modo y en los casos de oído absoluto hay una ampliación
asimétrica del córtex auditivo. Aunque no está claro en qué
medida estos rasgos son innatos, es seguro que se acentúan
en la edad del aprendizaje y con la práctica intensa. Esto
dice el neurólogo Sacks. Pero uno no dejar de recordar que el
cuento empezó con un electroshock administrado desde del cielo.
Georgia B. alucina una sinfonía ferroviaria con tal
nitidez que se asoma a la ventana a ver de dónde viene.
Las compulsiones del síndrome de Tourette obligan a Carl S. a
repetir durante meses el estribillo de una canción;
pero no menos indefenso pese a su salud, el cerebro del propio doctor
Sacks, como una jukebox autónoma, se pasa semanas enganchando tres
jingles publicitarios, por muy capaz que sea de emitir un movimiento entero
de una sonata de Scriabin. A causa de la amelodia, para Steven F. la tonada
más tópica es una secuencia de sonidos arbitraria y absurda. Al profesor B.,
que fue violinista bajo la batuta de Toscanini, un derrame cerebral lo inhabilita
para reconocer cualquier melodía, incluso la del Happy Birthday, aunque
no los ritmos. Martin, un idiota profundo, sabe más de dos mil óperas
completas de memoria. Piezas de tempo insistente ayudan a un parkinsoniano
a dominar los temblores. El neurólogo François Lhermitte confiesa
a Sacks que reconoce una sola melodía en el mundo: La Marsellesa.
Dante estableció la tradición del poeta que se crea a sí mismo al crear a
una multitud de personas. Arrebatadas por su Comedia de la vida real y otros
poemas, esas criaturas, junto a él, se vuelven tipos: figuras, prefiguraciones.
Ulises, Ugolino, Matilda, Farinatta o Beatriz están frente a nosotros para
augurar repeticiones irremediables, instruir sobre las pasiones o invitar a la
imitación. A esta tradición, la modernidad superpone la saga de escritores de
lo singular cuya imaginación produce las variedades de lo humano; ya no
formas alegóricas, sino modos de la densidad y la mente, sea vistos en la altura
(y la caída), como en Shakespeare, sea destellando a ras del suelo, como
en Balzac o en Tolstoi, pero siempre con el autor al margen de ellos. Las dos
tradiciones convergen cuando Freud, después de dejar atrás la electro diag120
nosis de la histeria, se sorprende de que “las historias de enfermos” que escribe
–con él, el curador, en primera persona– se lean como novelas.
“El novelista siempre ha precedido al científico”, dice. Pero si para legión
de lectores los casos de Freud fueron el corpus novelístico más influyente
de una época que no ha terminado, para Wittgenstein y otros, en tanto ficciones
teóricas, eran paradigmáticas, inductoras de conductas: mitología.
Sacks es un sobrio continuador del poderoso híbrido entre conocimiento,
imaginación y creación del autor por sí mismo. Pero es diferente de sus
predecesores, incluido Freud, y no porque haga neurología. Las narraciones
de Sacks rehúyen la cronología estricta de caso clínico y la diferida
oferta de un desenlace. No tratan de causas históricas ni de padres, no buscan
en la gran tradición el modelo seminal de una formación del alma, el
camino que terminó inclinando a la novela freudiana hacia el mito. El posmoderno
Sacks está más cerca de la descripción de las circunstancias y la
materia que de la interpretación; más cerca de la anécdota inefable que de
la poética del destino. Desde Sacks, todo retorno a la novela burguesa que
Freud desmanteló suena a coqueteo estúpido. Dicho esto, es cierto que en
Musicofilia abundan las hipótesis científicas. Sacks, por caso, sostiene que a
primera vista las capacidades de reconocer, ejecutar y recordar música parecen
sorprendentemente autónomas respecto de otras facultades mentales,
y cuenta cómo se pudo desinhibirlas y resguardarlas en numerosos
pacientes con otras formas de cognición anuladas, como el habla, y quizás
gracias a ese perjuicio. Sin embargo, en ningún momento aclara qué se
entiende por “música” dentro de esta perspectiva. Hay que aceptar entonces
que Musicofilia no cala muy hondo en la ontología de la música ni da
más conocimiento científico que un libro de divulgación. Pero es que
Sacks no teoriza, interpreta ni sondea; se atiene a señalar correspondencias
entre el fenómeno de la música y el mapa del cerebro. No obstante, con
eso basta. De la nebulosa de conexiones que es Musicofilia surgen historias
nuevas y apariciones sobrecogedoras que Sacks va incorporando al círculo
universal de presencias familiares. El lector gana en interés, en comprensión;
la humanidad se vuelve más alarmante y surtida.
Para el escéptico, el personaje de novela es solamente palabras; el ingenuo
recalcitrante pide que se sea como la gente de veras. En el medio hay
muchas posibilidades y en todo caso, dice James Wood, la novela es la gran
virtuosa de la excepcionalidad. A veces, como en Nabokov, que el autor
apunte que un héroe es ficticio y él no lo conoce bien aumenta el efecto de
realidad. Sacks hace al revés: se incluye en el relato de sus casos como
prenda de que los héroes son reales. Con todo, que él
conozca no necesariamente
implica que lleguemos a conocerlos nosotros: para eso están las
técnicas de la ficción. A ciertas criaturas literarias llegamos a verlas por la
articulación de los pensamientos y la lógica de las acciones. A otras por
la descripción furtiva de un solo gesto. Otras pueden “cobrar vida” a través
de transformaciones largas, por las cosas que las rodean o por el abuso de
una expresión. Y hay personajes, como los de Bolaño, que vibran con la
energía y la preocupación con que los trató el autor. En Sacks parece que,
aparte de la enfermedad, el secreto es una jovialidad clínica del narrador, y
un montaje flotante de escenas que no cultiva la idea de fatalidad. Lo terrible
para Sacks no es que el azar pueda hacer a los hombres esclavos o
afortunados y acaso inmerecidos becarios de sus neuronas,
sino que pocos vislumbren que las demás decisiones son suyas.
Recordamos a los personajes de Sacks por la sensación
de que en sus actos se juega algo capital.
(La evocación de la libertad nos sobresalta como
una picadura. Uno comprende,
si hacía falta, que la decisión debería cultivarse mucho antes de
cualquier suerte o desgracia. No es que haya
Otro en uno mismo, un monstruo
domesticado. El Otro es el cerebro.)
Para Clive Wearing, la silueta más triste de Musicofilia,
la música es casi el único cabo a la vida. Una infección
cerebral dejó a Wearing, un musicólogo
inglés, con un rango de memoria de pocos segundos. Sin pasado,
perdida una enorme enciclopedia mental, condenado a
emocionarse reencontrando a su mujer Deborah quince
veces por día y repetir marcas de coches
que ve de paso, a veces atina a reflexionar que
tampoco ocupa un presente:
“Es como estar muerto”, murmura. Pero con la
música no pasa lo mismo.
Si le proponen que toque un preludio de Bach, dice
que no sabe qué es, pero entonces se pone a tocar uno
y dice que de ése se acuerda.
Y parece que es por medio de la música que tocan o
cantan juntos como Wearing mantiene contacto con su
mujer, el único con el mundo. Sacks lo presenta primero
mediante cartas de Deborah; después, cuando los dos
lo visitan, como una figura “pulcra y rebosante” que se
lanza hacia ella como un chico; después, en su habitación
colmada de partituras; después, durante una comida
disparatada, ignorando quiénes son Blair, Thatcher y
Churchill; después distante, hundido; después tocando,
y sólo entonces entra en materia neurológica, al cabo
de lo cual vuelve a mostrarlo transportado
en la duración por el “momento de inercia” de la música.
En esta serie vive Wearing para nosotros.
Pero algo sobre la música. El caso Wearing probaría
que junto a la memoria consciente de los hechos existe una
memoria inconsciente de los procedimientos que es inmune
a la amnesia. De modo, dice Sacks, que en el sentido de
traer un pasado a la memoria, recordar música no es en
absoluto recordar: la escucha o la ejecución suceden del
todo en el presente. Si el yo de Wearing está perdido en
un abismo, hay una personalidad que está intacta mientras
toca. Tal vez lo que lo transporta radica en la estructura de
la música; en su condición no de ristra de notas, sino de
“totalidad orgánica organizada”; en el dinamismo inherente
a la melodía; y en el estilo, la lógica y la intencionalidad de
compositor. Es al sumergirse en los instantes sucesivos
una ejecución, en el ahora de la música, cuando Wearing
encuentra el continuo personal. Esto dice Sacks. Pero uno
pregunta si semejante vínculo entre música e identidad no
tiene otros alcances en el mundo de lo normal. ¿Qué pasa
si en vez de encontrar un puente sobre el vacío de yo en un
estudio de Chopin, la memoria es secuestrada por un
continuo de Ricardo Arjona? Rendición del albedrío auditivo;
la mente como reproductor condicionado; sordera del
deseo; marchas y pasiones manipuladas; esto pasa mucho.
La música puede ser monstruosa. Que Nietzsche execre
entonces las distinciones arbitrarias con que el lenguaje
somete a la vida. Al borde del Leteo hipermusical,
nosotros clamamos por un poco de discernimiento. Sacks
al doble carácter abstracto y emocional de la música la
paradoja de que pueda acentuar el dolor y al mismo
tiempo darnos consuelo y placer. Bien. Sólo
que “misterio” (como pasado y futuro, como identidad
como ausencia) es una de esas cosas que sólo existen
porque podemos contarlas. Pero esto el
doctor Sacks lo sabe. Desde la flagrante foto de la
tapa de Musicofilia, ensimismado
entre auriculares, barba cana, párpados
bajo los anteojos, sonríe apenas como si pensara:
aquí con todo en la cabeza: mi cerebro y El Cerebro,
mi música y La Música y las historias de los demás,
la enfermedad, el sufrimiento, con la cura,
sus alivios y sus fracasos Con las palabras.
lecturas
Musicophilia. Tales of Music and the Brain, fue publicado en 2007 por Alfred
A. Knopf, Nueva York. Algunos de los libros de Sacks traducidos al español
son El hombre que confundió a su mujer con un sombrero (Muchnik Editores),
Despertares (Muchnik), Un antropólogo en Marte (Norma) y Migraña (Alianza
Editorial). La opera The Man Who Mistook his Wife for a Hat es de Michael
Nyman (con libreto de Sacks) y la obra de teatro homónima, de Peter Brook.
Sobre la etimología de “figura”, ver Giorgio Agamben, El tiempo que
resta, Madrid, Trotta, 2006. Las ideas sobre lo vívido de los personajes literarios
están inspiradas en un ensayo de James Wood: “A life of their own”,
The Guardian, 26 de enero de 2008. Sobre Freud y la novela, Michel de
Certeau, Heterologies, Minneapolis, University of Minnesota Press, 1986.
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