Queremos este 25 de noviembre, día internacional contra la violencia hacia las mujeres, denunciar la que ejercen prostituidores o consumidores de sexo pagado y proxenetas, cuyo debate -en ocasiones, hábilmente des/enfocado, con el propósito de fragmentar y debilitar a los colectivos de mujeres- oculta un trasfondo que preserva y legitima un modelo de sexualidad cimentado en la cosificación y mercantilización del cuerpo de las mujeres, bajo una falsa apariencia de libertad de elección y de empoderamiento, amén de otras supuestas ventajas que no son sino la pedrea, en el mejor de los casos, de una lotería con el premio gordo asignado de antemano. Y es que, junto con el tráfico de armas y el de drogas, la industria del sexo es uno de los negocios que más dinero mueve a nivel mundial, representando una actividad cada vez más floreciente y asentada en las economías nacionales.
Dejando a un lado la defensa que hacen de la regularización algunos sectores progresistas cuyas buenas intenciones no cuestionamos, pero que dimana, a nuestro entender, de la premisa de que entre lo malo y lo peor, se opta por lo malo -algo que no compartimos; entre lo malo y lo peor, se inventa lo mejor- aunque aquí ni es necesario porque el invento ya está en Suecia que, cuando menos, es un punto de partida.
Pero, como dice María José Urruzola, “el análisis feminista es progresista, pero no todo análisis progresista es feminista”, lo que supone que no toda alternativa propuesta lo es desde una perspectiva de género y así asistimos a “desinteresados” discursos neoliberales de respeto a una supuesta libertad de elección, en los que se prima el ejercicio de una opción de autogestión y autodeterminación del propio cuerpo, enmascarando la relación de poder y las circunstancias sociales y económicas que condicionan y determinan esa supuesta libertad, y donde queda incuestionado un modelo de sexualidad masculina que banaliza la prostitución y la pornografía como componentes de una sexualidad “agresiva” entre pares cuando en realidad subyace “una violencia remunerada”, como lo define Cecilia Hofman, por razón de género.
Nadie mejor que las mujeres sabemos aquello de “la vida siempre fue de esa manera”.
Nadie mejor que las mujeres sabemos cuán difícil es desaprender, deconstruir discursos acuñados de “lo natural”.
Nadie mejor que las mujeres sabemos del esfuerzo, con resultados positivos, de visibilizar otras violencias silenciadas con “justificaciones morales” como para emprender la lucha, una vez más, por visibilizar igualmente esta violencia frente a “consideraciones éticas”.
Nadie mejor que las mujeres sabemos que la igualdad de hombres y mujeres no pasa por mimetizar modelos que afianzan y legitiman la subordinación y la desigualdad tanto real como en el imaginario colectivo, en el universo simbólico.
La prostitución no puede ser justificada como el ejercicio de un derecho individual, como algo personal. Retomando la consigna de los años setenta, afirmamos que el hecho prostitucional es político y su legalización supone la institucionalización y la legitimación de un modelo de sexualidad deshumanizada defendida desde los derechos de “hombres”.
Como feministas reivindicamos la desacralización moral del cuerpo y de la sexualidad de las mujeres, pero también reivindicamos su no desvalorización desde consideraciones éticas que convierten en actividad laboral una función donde se les exige algo más que su fuerza de trabajo.
Vale, somos utópicas. Pero nadie mejor que las mujeres sabemos que nuestra historia de logros y conquistas sociales está llena de “utopías” hechas realidad. La última, la que va desde la filosofía del “débito” a la Ley integral contra la violencia de género.
La prostitución es la desigualdad más antigua del mundo.
¡No a la legalización de la prostitución!
Ciudad de Mujeres, 25 de noviembre de 2005
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